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Del Nautilus del capitán Nemo al Ictíneo de Isaac Monturiol y los U-boot alemanes de la Segunda Guerra Mundial, los submarinos siguen navegando a profundidad de periscopio en los mares y océanos de la literatura popular.
De todas las criaturas y artefactos de ficción que la literatura ha creado para explorar el fondo de los mares y océanos, ninguno puede igualarse al formidable Nautilus que, comandado por el capitán Nemo en su odisea de libertad, emerge cada vez que un lector se adentra entre las páginas de Veinte mil leguas de viaje submarino, la maravillosa novela de Jules Verne. Nadie que la haya leído con la entrega que merece podrá olvidar a sus protagonistas: el profesor Aronnax, su criado y ayudante Conseil, el arponero Ned Land y por supuesto Nemo. La obra ha tenido numerosas ediciones, pero hace dos años Edhasa la publicó con hermosas láminas representando las escenas más singulares en su colección de grandes aventuras. Navegar con el Nautilus es mirar de nuevo con ojos de asombro las profundidades y emerger con la poética del mar.
En El sueño de Monturiol. La extraordinaria historia del inventor del submarino que quiso salvar al mundo (Taurus), el estadounidense Matthew Stewart, que residió varios años en Barcelona - donde se interesó por la figura del inventor catalán-, narra con detalle los avatares del revolucionario socialista utópico e ingeniero autodidacta Narcís Monturiol en su empeño por crear un aparato que pudiera navegar bajo el agua. Stewart cuenta cómo Monturiol, a pesar de carecer de formación científica, logró crear en 1859 un prototipo capaz de sumergirse a dieciocho metros. Pero las tentativas de que el gobierno financiara su invento se frustraron porque “no tenía ninguna utilidad práctica”. Su tenacidad y entusiasmo le impulsaron a pedir ayuda a artistas, poetas y músicos de Barcelona para movilizar a la ciudadanía y conseguir financiación. Cinco años después, botó el Ictíneo, el primer submarino auténtico, el más avanzado de su época con su sistema exclusivo para eliminar el dióxido de carbono y reponer el oxígeno en el interior de la cabina.
A diferencia de otros inventores que pretendían diseñar un submarino con fines militares, Monturiol soñaba con salvar vidas con el suyo. Después de años de luchar incansablemente por hacerse con más dinero para construir otra nave dotada de un nuevo motor, ideal para la navegación submarina, perdió la batalla económica. El 21 de febrero de 1868 llegó una orden judicial para el embargo de todos los bienes de la asociación submarina. El único bien era el sumergible. Monturiol intentó convencer al máximo responsable de su compañía acreedora, Alexandre de Bacardí, para salvar al submarino, pero fue inútil, Bacardí sólo quería que se pagase su deuda. Vendió el submarino a un hombre de negocios que, a su vez, para evitar pagar una tasa al gobierno, lo desguazó y vendió como chatarra. Al misteriosos motor químico subacuático, que era el “ fuego de su genio”, le arrancaron sus piezas, las vendieron y echaron al mar sus despojos.
Aventuras y misterios
Tras la sombra de un submarino. Uno de los misterios más insondables de la Segunda Guerra Mundial (RBA), de Robert Kurson, es un apasionante relato que nos adentra en las oscuras y profundas aguas donde yacen los pecios desaparecidos. Dos buzos recreativos descubren un submarino alemán de la Segunda Guerra Mundial cerca de la costa de Nueva Jersey. Los 56 miembros de la tripulación aún se encontraban a bordo. Nadie sabe cuál era ese sumergible, quiénes eran sus tripulantes, ni qué hacía allí.
Kurson cuenta la historia de esos dos veteranos buceadores que se implicaron en el misterio del submarino desconocido hasta lograr su identificación y la de la dotación. Afirma el autor estadounidense que nada es imaginado ni interpretado, ni se ha tomado libertades literarias. Los dos buzos, Chatterton y Kohler explicaron que aquel misterioso submarino se encontraba en aguas tan profundas y oscuras que en ocasiones lo único que podían hacer era bucear en la sombra. Y durante seis años ambos se sumergieron en esas sombras hasta que, en 1997, identificaron la nave: se trataba del U-869 que seguía ruta hacia Nueva York cuando se hundió, probablemente por la explosión de un torpedo propio. Se le suponía perdido cerca de Gibraltar. El autor, después de cientos de horas entrevistando a los dos expertos buzos – y otras más a diferentes personajes e instituciones- ha reconstruido todos los pasos que siguieron hasta el esclarecimiento en parte del enigma, ya que aún quedan ciertos misterios por resolver.
La investigación llevó a reconstruir la singladura del submarino y adentrarse en la forma de operar de los sumergibles germanos durante la guerra; gracias a supervivientes de la dotación que no fueron en esa última misión por enfermedad o cambio de destino, así como a los familiares de algunos de los fallecidos, conocemos lo que pensaban y cómo actuaban. Poner rostros a los nombres de unos marinos enemigos sepultados en un ataúd de hierros retorcidos y oxidado por las frías aguas del océano fue una obsesión para Richie Kohler. Sin duda Kurson ha logrado una magnífica obra que gustará a los aficionados a los submarinos al igual que a los que les atrae el misterio y el suspense.
Lobos de acero
“El alma desnuda y el rostro al viento” podría ser muy bien una descripción de los hombres que lucharon en el arma submarina alemana durante la Segunda Guerra Mundial. La frase, recogida del prólogo de Así fue la guerra submarina (Juventud) de Harald Busch, fue escrita por el antiguo jefe de los submarinos del mar del Norte y veterano comandante de sumergibles. Este libro, por el que hay que felicitar a quien corresponda por su reedición, se publicó en Alemania en 1952 y se basa en la experiencia personal de su autor y en las conversaciones sostenidas con sus antiguos camaradas, así como en las narraciones de comandantes de submarinos y de sus dotaciones.
Harald Busch nos introduce por la escotilla de un U-Boot para que conozcamos la dureza de la vida en campaña: vivir durante semanas y aún meses dentro de un estrecho tubo en medio de una atmósfera viciada y húmeda. En todo el submarino se respiraba una atmósfera cargada de malos olores que procedían de las húmedas sentinas, de los vapores de aceite pesado, de las cocinas, de humanidad sin lavar, del Colibrí (agua de colonia que usaba la tripulación para quitarse de la cara la sal del agua de mar)… Y, entre otras incomodidades, sólo hay literas para la mitad de la dotación y, por consiguiente, los hombres duermen por turnos; a esto se llama “dormir en cama caliente”. Y por supuesto se dormía vestido, por si sonaba la alarma en cualquier momento durante la patrulla. El autor, que combatió en un submarino, explica que durante la guerra se les dio un trato especial, “sobradamente justificado”, a los submarinistas. La comida era la mejor posible, dentro de la duración de los cruceros. Cuando un submarino entraba en reparación y se preparaba para un nuevo viaje, se concedía permiso a la mayor parte de la tripulación. Nada extraño si se tiene en cuenta que de 39.000 oficiales y marineros que combatieron a bordo de 820 submarinos, 32.000 encontraron su tumba en el fondo de los mares. A pesar de ello, en este buen documentado libro, cuyo propósito es describir lo que significó la guerra submarina para los hombres que la llevaron a cabo, nunca faltaron voluntarios. “Ni aún en el periodo comprendido entre 1943 y 1944, cuando toda esperanza parecía perdida”.
Al empezar la guerra, el 1 de septiembre de 1939, Alemania disponía de 57 submarinos. Desde esa fecha hasta el 8 de mayo de 1945 fueron puestos en servicio otros 1.113. De éstos, 1.170 se perdieron por diversas causas; 630 en las zonas de combate, 81 en puertos por minas y ataques de aviación y 42 en accidentes: en total, 753. Los submarinos alemanes hundieron 138 buques de guerra y averiaron 45. Y hundieron un total de 2.779 buques mercantes, con 14.119.413 toneladas de registro bruto.
Apenas acababa de ser informado de la declaración de guerra de la Gran Bretaña, cuenta Busch, cuando el U-30 torpedeó al Atenia, un buque transatlántico con pasajeros que iba de Inglaterra a Estados Unidos al confundirlo con un transporte de tropas. Murieron 128 personas, pero el incidente fue suprimido -el único caso comprobado de alteración intencionada del diario de operaciones de un submarino- por las autoridades políticas y militares.
Si la primera acción de los submarinos alemanes fue un trágico error, la segunda acabó en un sonado triunfo al hundir el portaviones Courageous, el 16 de septiembre y a doscientas millas al oeste de las costas de Irlanda. Al mes siguiente, el teniente de navío Gunther Prien, al mando del U-47, consiguió penetrar en la bien protegida base principal de la Home Flote, en Scapa Flow, y hundió el acorazado Royal Oak.
En marzo de 1941, Prien y otros dos de los más famosos comandantes desaparecieron casi al mismo tiempo. Prien sucumbió con todos sus hombres al atacar un convoy que, según informó en su último mensaje por radio, navegaba con protección aérea. Al final de la guerra se supo que el U-47 fue hundido por el destructor inglés Wolverini con cargas de profundidad en la noche del 7 al 8 de marzo de 1941.
A partir de junio de 1941, el almirante Dönitz, jefe del arma submarina, adoptó una nueva táctica para atacar en grupos o en “manadas”. En noviembre de ese año aparecieron los primeros submarinos en el estrecho y cerrado Mediterráneo, donde las operaciones eran particularmente difíciles y peligrosas para ellos. Pero la intervención de estas curtidas tripulaciones consiguió que Rommel pudiera recibir los refuerzos y municiones que necesitaba urgentemente para el Afrika Korps.
En la tercera fase de la guerra submarina (desde la primavera de 1942 hasta marzo de 1943), el ex oficial de la Kriegmarine explica que, hacia finales de 1941, las pérdidas de petroleros habían llegado a ser tan elevadas que el aprovisionamiento por superficie quedó prácticamente interrumpido. Por eso se construyeron petroleros submarinos, llamados “vacas lecheras”. Desplazaban 12.300 toneladas, su autonomía era de 12.300 millas y podían llevar 720 toneladas de fuel-oil, además de su propio combustible. Entraron en servicio en 1942 y remediaron esta grave situación. Desde la primavera de ese año, los aviones británicos provistos de radar causaron muchos daños a los submarinos alemanes, sobre todo en el Golfo de Vizcaya.
Retirada y derrota
Debido a la guerra con Rusia, el Océano Glacial Ártico se convirtió en una zona de operaciones de gran importancia. Los submarinos de la flotilla del Ártico salían de sus bases, situadas en las costas de Noruega, y atacaban los convoyes, ingleses primero y más tarde anglo-americanos, que navegaba rumbo a Murmannsk y Arcángel. Relata Busch que en el Ártico los submarinos realizaron las misiones más diversas y extraordinarias, como traslados de tropas a Groenlandia. Ayudándoles a asentarse y recogiendo a estos destacamentos cuando eran expulsados por el enemigo; destruyendo estaciones meteorológicas de radio y realizando operaciones de minado.
La zona del Atlántico Norte era la más dura de todas, tanto por los temporales como por la potente escolta de los convoyes. En el mes de febrero de 1943, los ingleses emplearon por primera vez el radar centimétrico (el de nueve centímetros) que cogió completamente desprevenidos a los marinos alemanes. En marzo, abril y mayo habían perdido ochenta naves. Y el almirante Dönitz los retiró a todos del Atlántico Norte, aunque siguieron combatiendo en el Atlántico Sur y en el Océano Índico.
Los dos años siguientes, hasta el final de la guerra, el arma submarina alemana fue perdiendo fuerza hasta casi desaparecer su mortal efectividad. El U-1023 fue el último submarino que consiguió una victoria. Tuvo lugar el mismo día de la capitulación de Alemania, el 7 de mayo de 1945. Al recibirse el informe por radio se le contestó al comandante: “Concedida la Cruz de Caballero con fecha 5”. El autor de Así fue la guerra submarina expresa su pesar e indignación al recordar que “a los hombres que cumplieron las órdenes del gran almirante y entregaron sus submarinos al enemigo se les condenó a casi dos años de trabajos forzados en las minas de carbón francesas y belgas”. Dönitz fue condenado en Nuremberg a diez años de cárcel por su participación en una guerra de agresión -según el derecho de los vencedores- y se le recluyó en Spandau.
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