Los dominicanos dicen que la bahía de Samaná es la mayor discoteca de todo el Caribe. Al menos, durante tres meses al año. Eso sí, el flirteo y los bailes se suceden debajo del agua y, mientras dura la fiesta, los invitados no prueban bocado. Claro que tienen de dónde quemar. Las ballenas jorobadas que toman todos los años al asalto las aguas templadas del trópico americano pierden hasta un tercio de su peso al término de una singladura que alcanza su punto álgido entre enero y abril, cuando se entregan por miles al juego del apareamiento con un único objetivo: perpetuar la especie.
La península de Samaná se encuentra a unos 300 kilómetros de Punta Cana, el foco turístico por excelencia de la República Dominicana; un viaje en bimotor que se completa en poco más de media hora. La lengua de tierra que se adentra en el mar ocupa una superficie de 856 kilómetros cuadrados, dejando al socaire la bahía. A partir del 15 de enero, estas aguas, por lo general tranquilas, se convierten en un hervidero de cetáceos, en particular de ballenas jorobadas -o jubartas- que deslizan sus 60 toneladas con el donaire de una compañía de ballet.
Según recoge Ken de Pree en su libro sobre las jubartas, cinco son los lugares donde estas reuniones alcanzan el calificativo de multitudinarias. Puerto Rico, las islas Vírgenes, el Banco de Plata y las bahías de Navidad y Samaná, lugar este último donde por estas fechas se reúnen hasta un millar de ejemplares. No son las únicas especies en acudir a la llamada de la naturaleza, aunque sí las más populares. También es posible ver aquí ballenas picudas de Antillas, de Cuvier, de Sei, de Bryde, orcas o cachalotes pigmeos. Todo un catálogo de bellezas.
Una aventura de 6 meses
La región, de un indudable atractivo paisajístico, arrastra una historia marcada por el desembarco de los españoles. Hasta aquí llegó Cristóbal Colón en el primero de los viajes que realizó a América. Samaná estaba habitada entonces por ciguayos y macoriges, parientes de aquellos indios caribes que agasajaron a los descubridores con comida y agua y que les ofrecieron a sus mujeres e hijas cuando navegaban por lo que se conoce hoy como Haití.
En Samaná los españoles no tuvieron tanta suerte: las tribus esperaban agazapadas en la espesura y les recibieron con una lluvia de flechas, poniendo en peligro la expedición y aconsejando al almirante tomar rumbo hacia lo que luego se vendría en llamar Santo Domingo. Las mismas calas donde la televisiva Paula Vázquez presentaría cinco siglos más tarde el programa 'Supervivientes' y donde se levantan los más exclusivos hoteles a la entrada de playas de ensueño como la de Bacardí, en Cayo Levantado.
Las ballenas que arriban a estas costas lo llevan haciendo desde la noche de los tiempos, mucho antes de que las carabelas de Colón asomaran en la línea del horizonte. Así al menos lo atestiguan las pinturas rupestres que se conservan en la zona. No se puede decir que tengan mal gusto. A su condición de santuario de ballenas, con una legislación estricta que regula la distancia a la que deben situarse las embarcaciones y los tiempos de permanencia, se suma un ecosistema ideal donde se alcanzan profundidades de hasta 50 metros. Las manadas de jorobadas que bajan hasta el Trópico de Cáncer han comido fuerte, porque el lugar ofrece sólo una pega: les espera un largo ayuno. Proceden del Atlántico Norte, rico en krill, un crustáceo con la apariencia del camarón que las ballenas devoran a razón de una tonelada al día, pero que en el Caribe brilla por su ausencia.
El apareamiento conlleva una aventura de seis meses, tres para ir y volver a sus caladeros habituales y otros tantos para entregarse a los cortejos que hacen de este rincón un auténtico nido de amor. Durante el viaje, los ejemplares adultos -de color negro o gris oscuro- se alimentan de la grasa que han ido atesorando a lo largo del invierno.
La manifestación externa más evidente del cortejo que inician a su llegada a destino son los espectaculares saltos que realizan los machos en un desesperado intento por captar la atención de las hembras y que les llevan a girar sobre sí mismos antes de caer con estrépito al mar. Pero no se limitan a lucir palmito: luchan entre ellos hasta herirse. Las estadísticas que manejan los expertos recogen sesiones amatorias que alcanzan cotas casi mitológicas. Hasta 135 saltos en apenas 75 minutos, lo cual, habida cuenta del tonelaje que desplazan los enamorados, es para quitarse el sombrero.
Crías como delfines
Cuando las crías vienen al mundo, después de once meses de gestación, marcan unas mil libras de peso y alcanzan los 3,5 metros, el tamaño de un delfín. Llegan con apetito y no atienden a razones. Beben casi 190 litros de leche al día, lo que es tanto como decir que se 'comen' a sus madres. Los expertos no se ponen de acuerdo sobre el porcentaje de ballenatos que sobreviven, ya que el tamaño de sus pulmones les impide pasar mucho tiempo debajo del agua y son a menudo víctimas de los grandes barcos.
Se calcula que cada año pasan por la República Dominicana alrededor de 6.000 ballenas jorobadas, de las que una sexta parte convierten la bahía de Samaná en su cuartel general. Claro que, si no encuentran aquí compañera, no tienen reparos en buscarla fuera, con lo que las operaciones de rastreo se extienden sobre una plataforma submarina de unos 3.000 kilómetros cuadrados.
Flotillas de catamaranes salen al encuentro de las jubartas. Las reglas son estrictas: no pueden acercarse a menos de 8 metros a los adultos, o doce, si se trata de hembras con sus crías. Y tampoco están permitidas las aglomeraciones: un catamarán grande y dos embarcaciones más pequeñas es el máximo tolerado por vez, de manera que los demás deben esperar a distancia que llegue su turno.
Cantos de sirena
El espectáculo es inolvidable. Aquí y allá empiezan a surgir chorros de agua que marcan la posición de los cetáceos, aletas pectorales que parecen timones invertidos; colas poderosas que descargan toda su fuerza aplastante sobre la superficie del mar; cabezas llenas de callosidades que emergen al paso de las embarcaciones, como sirenas que dejan sus cantos para cuando están bajo el agua. Es ésta otra forma de atraer la atención de las hembras: sonidos largos y monótonos, como coplillas que pueden obtener respuesta a 30 kilómetros de distancia.
De pronto, surgen de debajo del catamarán las cabezas de dos ballenas que avisan de su presencia con un inquietante resoplido. Ganan la posición con una sacudida de la cola y se despegan de la quilla del barco sin apenas esfuerzo. Cuando cobran distancia, asoman el lomo, sobre el que destaca la aleta dorsal -que recuerda una joroba, de ahí su nombre-. Las palas pectorales alcanzan un tercio de su tamaño total -miden entre 12 y 15 metros- y propulsan al animal a velocidades de hasta 30 kilómetros por hora en periodos breves. Son su motor, imprescindibles si se tienen que cubrir los más de 5.000 kilómetros que separan las gélidas aguas de Islandia de la bahía templada de Samaná.
Pero si hay algo que distingue a las jubartas es la cola, un músculo poderoso con dos 'alas' que mueve arriba y abajo. En su lado ventral tiene manchas blancas y negras que son distintivas de cada individuo y constituyen su carné de identidad. Viéndolas deslizarse por el agua no es de extrañar que Herman Melville tuviera cuando escribió 'Moby Dick' -que protagoniza un cachalote- un recuerdo especial para las jubartas, «las más juguetonas y festivas de todas las ballenas, que forman más espuma y agua blanca que ninguna otra».